Me enseñaste a caminar solo

Eras vos. Esperándome en la esquina de casa, con esa sonrisa de quien ya planea una aventura. Caminamos por casi toda la ciudad ese día, sin rumbo, solo siguiendo el hilo invisible de las ganas. Nos reímos tanto que las veredas nos miraban raro. Me contaste historias de tu familia como quien entrega tesoros envueltos en palabras. Íbamos inventando chistes sobre lo que haríamos la próxima vez, como si nunca fuera a faltar un próximo capítulo. Cada esquina era una excusa para pensar en una hamburguesa, un helado, algo rico… aunque sabíamos que lo único realmente importante era esto: estar juntos, disfrutarlo, compartir el hambre y la risa.

Tu cariño era así: una invitación, no una obligación. Caminabas a mi lado, nunca delante ni detrás. Me enseñaste a esforzarme jugando, a quererme sin espejos, a cuidarme sin vigilias. Y sin darte cuenta, cada paso contigo era un paso hacia mí.

Siempre me decías:
“La piel se estremece y no te hace cosquilla, solo quien la sabe tocar.”
Y eras vos quien supo tocarla. No solo con las manos. Con tu risa, con tu mirada, con esa paciencia tuya para no empujarme, sino acompañarme.

En la intimidad, me cuidabas con una entrega que era una caricia constante. A cualquier hora —de noche, de día, de madrugada— nos buscábamos, nos descubríamos, nos reencontrábamos como si el tiempo no pudiera tocarnos. Me mimabas mientras veíamos películas, porque para vos era más importante mi sonrisa que cualquier trama. Fuiste la única persona con la que pude ver una película de terror sin cerrar los ojos, porque sabía que mientras vos estuvieras al lado, no había monstruo que pudiera alcanzarme.

Hubo días difíciles. Como aquella vez que salí del trabajo, arrastrando el cansancio y el enojo. Y bastó tu caricia —ese roce mínimo, casi un susurro en la piel— para apagar el incendio de mi mente. Entonces te abracé, te levanté, te sostuve entre mis brazos como si al hacerlo pudiera sostener también mi propio peso. Y fue ahí, colgado de ese instante, donde entendí que amar también es saber descansar en otro.

En la cama, cuando mi humor era un bicho raro, vos solo te acercabas despacito. Un beso. Un tema gracioso cantado al oído. Un baile ridículo que me arrancaba la carcajada. Tu ternura sabía bailar hasta en mis sombras.

Y esos mates… tus mates con cafecito. Siempre había uno esperando. Como si tu manera de recibir la vida —y recibirme a mí— fuera tender una mate caliente y decir “quedate”. Nunca hizo falta más. En ese ritual simple estaba todo el hogar que no sabía que buscaba.

Pero hay una imagen que nunca se borra. Después de una tarde espectacular, mientras yo buscaba mi ropa en el living, me di vuelta y ahí estabas: parado detrás mío, mirándome con esa cara… una mezcla de sorpresa, de algo que se quería decir y no salía. Tus ojos brillaban, húmedos, llenos de un afecto tan profundo que casi me atravesó. Me mirabas como quien contempla un milagro, como quien sabe que está viendo algo que nunca volverá a repetirse igual, solo te acercaste, me abrazaste desde la cintura y me diste un beso en el cuello. Y en tu piel, el tatuaje: un recordatorio silencioso de que el tiempo vivido es el único que vale. Ese tatuaje, esas palabras grabadas, eran tu forma de recordarnos que cada segundo compartido era ya eterno, aunque no lo supiéramos entonces.

Hasta que un día, la partida. Te fuiste a otra ciudad, hace ya cuatro años y medio. Y fue desgarrador… pero, de algún modo, también liberador. Porque supe —aunque me doliera— que ibas a volver a donde siempre fuiste feliz. Más cerca de tu familia. De esa familia que te preocupaba, que soñabas tener cerca, que te hacía sentir completo. Y entonces te solté. Te deseé buen viaje con todo mi amor, aunque me temblara por dentro. Intenté acompañarte esos últimos días, pero la vida no siempre hace espacio… y no llegué a estar tanto como quería. Pero siempre hubo un mensaje, un guiño, una señal que nos recordaba que —aunque lejos— seguíamos ahí, sosteniéndonos en el silencio.

Con el tiempo aprendí a aceptar tu lugar. A entender que estabas donde necesitabas estar. Que no era un abandono, sino un regreso. Que tu historia también incluía volver a tus raíces. Y mientras vos reencontrabas tu hogar, yo empezaba a construir el mío.

Hoy, después de tanto, nos volvimos a hablar. Y fue como si no hubiera pasado el tiempo. Bastó mirarnos a los ojos para que todo regresara, solo por un instante, como si el universo nos regalara un último capítulo que había quedado pendiente. Y entonces, ahí mismo, nos dijimos adiós. Como debía ser. Mirándonos. Con respeto. Con amor. Con la certeza de que ya no hacía falta más.

Me quedo con las caminatas. Con la risa. Con el juego. Con la caricia que apaga el enojo. Con la mirada que ama aunque calle. Con el aroma del mate con café compartido. Con la ternura que bailaba sobre las heridas. Me quedo, sobre todo, con la certeza de que aprendí a caminar solo porque alguna vez caminé contigo.

A vos, gracias.
Por ser faro.
Por ser camino.
Por ser compañía, incluso en la distancia.
Hoy retomo las caminatas.
Hoy me abrazo.
Hoy sigo.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *