No lo decidí, no fue un “hasta acá llegué”, fue más bien un “ya no puedo más”. No lo planeé, me quedé en silencio porque era lo único que no se me rompía adentro cada vez que te hablaba o respondía.
Y no, no esperaba un “te amo”, nunca te pedí tanto y solo esperaba un “te extraño”, un “quiero verte”, un “me haces falta”. Algo que naciera de vos sin tener que suplicarlo con mi presencia constante, quizás un gesto o una mínima señal de que algo en vos también se movía cuando no estaba.
Pero no. Siempre fui yo…
El que iniciaba, el que sostenía o preguntaba. El que se ilusionaba con una charla larga o con ese mensaje inesperado. Nunca te nacía nada y eso… eso fue lo que más me dolió.
Porque vos sabías, siempre supiste lo que sentía y en vez de alejarte con honestidad, te quedaste.
Jugaste a estar; jugaste a quererme lo justo para no perderme, pero no lo suficiente para tenerme; y yo, como un boludo, me lo creí. Me convencí de que con el tiempo, con paciencia, con cariño, algo te iba a nacer, que si me quedaba, si aguantaba lo suficiente, un día ibas a decir “tengo ganas de verte” sin que yo lo pidiera.
Pero ese día no llegó y mientras más me quedaba, menos de mí quedaba.
Así que no, no te dejé. No fui valiente.
Solo me quebré, me callé y vos no notaste la diferencia. No preguntaste. No buscaste. No hiciste nada.
Ahí entendí todo.
Nunca estuviste de verdad. Solo ocupabas espacio y yo era el idiota que llenaba ese hueco con amor, mientras vos te recostabas en la comodidad de ser querido sin tener que querer.
No te odio, no puedo pero me dolés. Me dolés todos los días que me animé a esperarte. Todos los mensajes que escribí y borré; todas las veces que imaginé una historia con vos que nunca existió más que en mi cabeza.
Lo dejé, sí.
Pero solo porque dejarte dolía menos que seguir esperándote.