3 años más tarde

Mi segundo recuerdo es un eco emocional del primero, pero con una mayor intensidad. Ya no escapaba para proteger a alguien, esta vez huía porque necesitaba protegerme. Ya no era el salvador… era el que quería salvarse.

Correr, escapar, huir… con desesperación sin saber a dónde, pero sabiendo que no podía quedarme donde estaba. Para un adolescente, es devastador.

Después de una fuerte discusión familiar, siendo apenas un adolescente, escapé de casa en medio de la noche. No pensé en nada: solo corrí, bajando las escaleras de dos en dos, impulsado por la necesidad urgente de huir del dolor. Mi vecino intentó alcanzarme, pero no pudo. Corrí con todas mis fuerzas hasta encontrar refugio en una plaza solitaria, escondido en la oscuridad para no llamar la atención. Horas más tarde, cansado y vulnerable, decidí volver a casa. Esta vez no hubo abrazos ni alivio, solo reproches y el eco de la policía buscándome. Volví, pero algo dentro de mí se quedó solo en esa plaza.

Lo que aprendí sin palabras fue:

  • “Mi dolor no es lo importante, mientras vuelva todo a la normalidad.”
  • “Mi sufrimiento emocional no tiene un espacio seguro.”
  • “Huir es la única forma que tengo de sentir que algo me pertenece: mi decisión, mi cuerpo, mi silencio.”
  • “Cuando necesito contención, me retan.”

Y a partir de ahí a no mostrar lo que siento, o a buscar amor en lugares donde no se escucha un llanto. Ya lo había experimentado… y dolía más la indiferencia que el castigo.

Entonces, ¿Cómo se conecta con la dependencia emocional hoy en día?:

  • Tal vez hay una parte de mí que teme que el amor se rompa de golpe, como pasaba en las discusiones familiares.
  • Quizás busco que alguien se quede, no solo porque lo amo/quiero, sino porque necesito sentir que esta vez sí vale lo que siento.
  • O tal vez me cuesta irme de situaciones que duelen porque ya sé lo que es volver solo, sin que nadie entienda por qué me fui.

Quizás no debí pasar por estas situaciones solo, pero lo hice, sobreviví. Y hoy estoy dispuesto a entenderlo, a soltar el dolor que se escondió en esos días de lluvia, de carrera, de silencios.

Solo queda dedicarle un momento a aquel Luis que salió corriendo sin mirar atrás. Ese que bajó una escalera de dos pasos como si estuviera escapando del incendio que nadie veía, el que corrió como si se le fuera la vida… y, en parte, se le estaba yendo algo: la esperanza de ser escuchado.

Ey, loco lindo…

Ya sé por qué corriste esa noche. No fue solo bronca. No fue capricho. Corriste porque tenías el pecho a punto de explotar. Corriste porque adentro dolía más que afuera. Corriste porque ese lugar que debería contenerte, te estaba quebrando por dentro.

Y yo lo sé. Porque soy vos.

Te vi saltar esos escalones con un impulso que solo tiene quien ya no puede más. Te vi esquivar miradas, esconderte, hacerte chiquito para no llamar la atención. Como si vos mismo creyeras que tu dolor era algo que había que esconder. Pero no, Luis… tu dolor merecía ser visto.

Y aunque al volver te retaron, aunque otra vez nadie preguntó cómo te sentías, yo sí lo hago ahora:

¿Cómo estabas esa noche?
¿Qué parte tuya se rompió un poco más cuando nadie te preguntó por qué llorabas?
¿Qué necesitabas que no te dieron?

No tenías que correr, hermano.
Tenías que ser sostenido.

Pero eso no estaba disponible… y vos hiciste lo único que sabías hacer: sobrevivir como podías.

Y lo lograste.
Estoy orgulloso de vos.
No por haber vuelto, sino por no haberte apagado.

Ahora yo estoy acá.
No tenés que correr más.
Esta vez, cuando quieras hablar, alguien te va a escuchar.
Yo. Siempre yo.

Con amor y gratitud eterna,
Luis (el que hoy sí tiene palabras)

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *